martes, 17 de septiembre de 2013

Fin de semana, parte seconda.

Este fin de semana dio para mucho, y para nuestros pies también. Tras visitar la Villa Farnesina en el Trastevere, decidimos dar un paseo, puesto que no teníamos nada mejor que hacer y todavía era muy temprano y la gente normal todavía no estaba en la calle. Con el Trastevere casi para nosotros , nos metimos por callejuelas que lejos de parecer tortuosas nos condujeron hacia una de las maravillas que posee esta bella urbe. Subiendo por unas escaleras que a esas horas de la mañana y en sábado no las subiria ni el más devoto de los penitentes sevillanos, dimos de bruces con un pedacito de España. La Academia de España en Roma se alzaba ante nosotros para mostrarnos una vista de la ciudad inmejorable. Con un sol radiante, el paisaje ante nuestros pies era impresionante: todas las cúpulas reconocibles y por reconocer, los monumentos más altos como el de Vittorio Emanuele y las montañas al fondo, una Roma que hemos recorrido durante estos tres meses casi por completo y que ya sentimos como nuestra.

Desde allí, y apoyados en la placa conmemorativa que recuerda al rey Felipe III, nos sentamos para reponernos de tantas escaleras y cuestas, pero como el sol empezaba a picar, ¿qué mejor que entrar en el lateral de la iglesia para sentarte frente al Tempieto de Bramante? Y es que para el que no lo sepa, la iglesia contigua al edificio de la Academia de España es una iglesia financiada por la corona española bajo la advocación de San Pedro, pues según la tradición fue en este lugar donde el apóstol fue crucificado. Por este motivo, y por la fe de nuestras católicas majestades, Fernando e Isabel con el beneplácito del Papa Borgia construyeron este templete en el preciso lugar del martirio. Se trata de un edificio de planta circular de precisa y bellas proporciones, uno de los primeros que volvieron a tomar por entero las características de los viejos edificios clásicos.

Con los ánimos renovados y después de sentirnos como en casa, seguimos explorando el lugar, porque tras este lugar se alza una de las colinas más bonitas de Roma. No nos referimos ni al Capitolino ni al Palatino, sino al Gianicolo, un lugar alejado de todo pero desde el que se puede casi tocar los tejados de Roma. Tras las fotografías de rigor y descansar un poco disfrutando de las vistas, dando la espalda al monumento a Garibaldi y al de su mujer, esperamos al autobús para bajar a la ciudad. Pero no podíamos irnos de este magnífico lugar sin escuchar algo que nos faltaba. En un absoluto silencio, el Gianicolo espera a que los soldados disparen un cañón a las doce en punto del mediodía, el momento en que las campanas de todas las iglesias empiezan a sonar para anunciar el Ángelus. Tradición instaurada por Pio IX para regular todos los relojes de la ciudad, y atracción para todos los curiosos que se acercan, tanto los que lo conocen como los que se asustan del estruendo. Una peculiar forma de avisar a los sacristanes.


Ya con este cañonazo y con la visita de los revisores en el bus ayer (primera vez que los vemos desde que estamos aquí, y muy posiblemente la última), podemos decir que somos romanos.


Vista de Roma desde el Gianicolo.

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