Este fin de semana dio para mucho, y para nuestros pies también. Tras visitar
la Villa Farnesina en el Trastevere, decidimos dar un paseo, puesto que no
teníamos nada mejor que hacer y todavía era muy temprano y la gente normal
todavía no estaba en la calle. Con el Trastevere casi para nosotros , nos
metimos por callejuelas que lejos de parecer tortuosas nos condujeron hacia una
de las maravillas que posee esta bella urbe. Subiendo por unas escaleras que a
esas horas de la mañana y en sábado no las subiria ni el más devoto de los
penitentes sevillanos, dimos de bruces con un pedacito de España. La Academia
de España en Roma se alzaba ante nosotros para mostrarnos una vista de la
ciudad inmejorable. Con un sol radiante, el paisaje ante nuestros pies era
impresionante: todas las cúpulas reconocibles y por reconocer, los monumentos
más altos como el de Vittorio Emanuele y las montañas al fondo, una Roma que
hemos recorrido durante estos tres meses casi por completo y que ya sentimos
como nuestra.
Desde allí, y apoyados en la placa conmemorativa que recuerda al rey Felipe
III, nos sentamos para reponernos de tantas escaleras y cuestas, pero como el
sol empezaba a picar, ¿qué mejor que entrar en el lateral de la iglesia para
sentarte frente al Tempieto de Bramante? Y es que para el que no lo sepa, la
iglesia contigua al edificio de la Academia de España es una iglesia financiada
por la corona española bajo la advocación de San Pedro, pues según la tradición
fue en este lugar donde el apóstol fue crucificado. Por este motivo, y por la
fe de nuestras católicas majestades, Fernando e Isabel con el beneplácito del
Papa Borgia construyeron este templete en el preciso lugar del martirio. Se trata
de un edificio de planta circular de precisa y bellas proporciones, uno de los
primeros que volvieron a tomar por entero las características de los viejos
edificios clásicos.
Con los ánimos renovados y después de sentirnos como en casa, seguimos
explorando el lugar, porque tras este lugar se alza una de las colinas más
bonitas de Roma. No nos referimos ni al Capitolino ni al Palatino, sino al
Gianicolo, un lugar alejado de todo pero desde el que se puede casi tocar los
tejados de Roma. Tras las fotografías de rigor y descansar un poco disfrutando
de las vistas, dando la espalda al monumento a Garibaldi y al de su mujer,
esperamos al autobús para bajar a la ciudad. Pero no podíamos irnos de este
magnífico lugar sin escuchar algo que nos faltaba. En un absoluto silencio, el
Gianicolo espera a que los soldados disparen un cañón a las doce en punto del
mediodía, el momento en que las campanas de todas las iglesias empiezan a sonar
para anunciar el Ángelus. Tradición instaurada por Pio IX para regular todos
los relojes de la ciudad, y atracción para todos los curiosos que se acercan,
tanto los que lo conocen como los que se asustan del estruendo. Una peculiar
forma de avisar a los sacristanes.
Ya con este cañonazo y con la visita de los revisores en el bus ayer (primera
vez que los vemos desde que estamos aquí, y muy posiblemente la última),
podemos decir que somos romanos.
Vista de Roma desde el Gianicolo.