Yo no acabo de llegar a Roma, acabo de volver. Mis ojos
no descubren este lugar con la ilusión que acompaña cada primera vez, sino
vuelven a mirar lo que ha sido, por muchos de los últimos años, el panorama de la vida
diaria.
Y el regreso es siempre un momento raro en la
vida. Encuentras otra vez el mundo que has dejado, vuelves a tu planeta y te
das cuenta de verdad que es lo que extrañaba más, sin tenerlo claro y
también lo que te hubiera gustado no volver a encontrar otra vez.
Esto
cambia necesariamente la perspectiva de mi mirada y de mis palabras.
A pesar
de esto, cada vez que paso, por ejemplo, ante el Coliseo, aunque sea
llegando tarde a una cita con los amigos o de vuelta de un día pesado y
difícil, nunca me olvido de levantar la mirada, nunca dejo que la belleza se me
pase al lado sin que me dé cuenta.
Roma no te lo permite, es prepotente y vanidosa, no puedes pasar de ella sin
más, poniéndola detrás de la
costrumbre. Nunca.
Visita Coliseo interior |
El
autobús que me trae, otra vez, por los Foros Imperiales (que, como siempre, he
maldecido hasta el minuto antes, por tardar tanto en llegar a la parada) con
toda su carga de variada humanidad, con su proceder sobre los sampietrini sonando
como si se fuera a abrir en dos de un momento al otro, me conduce a casa
pasando por un recorrido dentro de la historia del mundo. Y
este aspecto consigue siempre compensar sus defectos y que, a pesar de todo,
siempre haya una razón para volver. Para esto no hace falta
tirar la monedita en la fuente. No será la monedita que has
tirado a la fuente a volverte a traer por aquí, sino lo que recuerdan tus ojos.
Porque
Roma es esto, un caos rodeado de maravilla.
Y de las contradicciones siempre ha nacido algo especial.
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